martes, 20 de abril de 2010

Nota preliminar

al libro El trabajo de las horas
- Poesía 1994-2004 -
(Ediciones del Copista, Córdoba, 2006)



Para Alejandro Bekes
(animae dimidium meae...)


Quizá tenía razón, pero su verdadero significado está en otra parte.
Aquí, así lo espero, en este papel garabateado que he tejido
como una araña con la sustancia de mi vida interior.

L. D.



Escribo estas palabras una mañana clara de mediados de febrero, con la ventana abierta a las voces que llegan de la calle: escribo, miro hacia fuera, tomo unos sorbos de café, vuelvo a escribir. Las voces que vienen de la calle son las de un par de benteveos, aves que abundan en Alta Gracia, el aleteo torpe de unas palomas que tienen su nido en los pinos de la casa de la esquina, los pasos del vecino del frente que ha abierto y ha cerrado la puerta de entrada, el sonido amortiguado de las ruedas de la bicicleta entre las piedras y el polvo de la cortada de tierra, en declive hacia el arroyo, que en estos días sin lluvia apenas si hace oír allá abajo el murmullo continuo, sencillo e indescifrable del agua.

¿Por qué digo esto, me pregunto, para hablar del libro? Tal vez porque siempre es difícil hablar de la poesía, y también porque últimamente me es imposible escribir poemas que no partan de la más concreta experiencia de vida, de un espacio y un tiempo precisos. No sabría definir si en esto hay complacencia ante la carnadura de las cosas o una íntima sensación de irrealidad. O ambas a la vez. La lentitud enunciativa que probablemente se advierta en estos versos creo que no es demasiado diferente del gesto de la mano sobre la piel estremecida o impasible de lo real, y de la atención de la mirada para captar en el temblor imperceptible de unos párpados o en una sonrisa distraída el secreto que hay en otro ser, en todo ser. La métrica de los poemas intenta acompañar y favorecer tal moroso merodear de la palabra en torno de esa médula indefinible, ese meollo de misterio que paulatinamente rezuma del hueso más roído, de la vida aparentemente más sabida y usual. En este sentido, me parece que la música del verso es mi heterodoxa vía de religamiento con la intimidad del mundo, el renovado ritual que propicia la revelación o epifanía, por modesta que ésta sea, por lejana que sea de lo que estamos acostumbrados a nombrar con las palabras revelación o epifanía.

Un tempo si portava sulla pagina / il giorno trascorso, adesso invece / si parla solamente del parlare”, se lee en un texto de Valerio Magrelli sobre la escritura poética contemporánea. Los poemas reunidos aquí, en cambio, se ocupan principalmente del “día transcurrido” o que está transcurriendo. El genitivo del título puede entenderse, así, de dos maneras, tomando una antigua distinción de la gramática latina. Como genitivo subjetivo, implica que las que trabajan son las horas, es decir, alude a la obra incesante del tiempo (“las horas que limando están los días, / los días que royendo están los años”).

Como genitivo objetivo, la que trabaja es la conciencia poética sobre lo que traen y se llevan las horas. Están, por una parte, los poemas ciudadanos, que intentan captar algo del trajín fascinante de las caras y los cuerpos que aparecen y desaparecen en la multitud, el vértigo hipnótico del tráfico; y están los poemas del pueblo de provincia, de las presencias cotidianas del lugar, de la casa y la vida doméstica, donde la existencia nunca termina de domesticarse. En este trabajo, como escribe Durrell, la labor del poeta se parece a la de la araña, que trama su tela con la baba que extrae de su propio interior: es en el diseño entresoñado de la urdimbre poética que quizá pueda vislumbrarse un significado más real a la experiencia.

No renunciar, por una parte, al prosaísmo, que es la huella visible de la vida vivida, como esas marcas que dejan en la madera de la mesa los vasos, los niños, los años; pero tampoco eludir el lirismo, incluso aquel que nace como un espejismo de la desolación, o, para decirlo con unas palabras de Sergio Solmi que he tenido muy presente en este tiempo, esa “ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones” ―tal ha sido el horizonte de escritura del libro. Un horizonte, por cierto, como todo horizonte, inalcanzable: el modo de ir hacia él, de encaminarse, hace toda la diferencia.

El lector percibirá que la estructura del conjunto sugiere ―sin demarcaciones demasiado estrictas― el curso de la jornada, desde el amanecer hasta la noche, y no dejará de advertir la recurrencia de algunas situaciones, vinculadas innegablemente con los hábitos y las circunstancias de vida de su autor. En el fondo, a veces me ha parecido que al escribir poesía me he reencontrado con una experiencia de la niñez: para vencer el miedo a la oscuridad, tenía que recorrer de un extremo al otro los sucesivos cuartos de nuestra casa vieja, totalmente a oscuras, sólo con una vela de luz temblorosa en la mano. Vale decir, lo más conocido que se vuelve extraño, y que hay que alumbrar, paso tras paso, aunque más no sea con una pequeña llama.



Alta Gracia, 17 de febrero, 2005

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