sábado, 19 de junio de 2010

Alfonso Berardinelli

LA CASA DE LA POESÍA
ESTABA LLENA DE HUÉSPEDES

─Traducción y nota introductoria
de Pablo Anadón─




El ensayista Alfonso Berardinelli ha reflexionado, en numerosos textos y con admirable lucidez, sobre la problemática condición de la poesía en nuestro tiempo. Me permito recordar a este respecto un par de largas entrevistas aparecidas en las páginas de la revista Fénix[1], donde el intelectual italiano abordaba el fenómeno desde distintos ángulos, que van de lo político y social, a lo cultural y estrictamente literario. Esta amplitud de perspectivas, así como la independencia crítica, son dos notas que caracterizan su obra, convirtiéndola en un punto de referencia importante para el análisis de la situación presente de la poesía. Su inteligencia histórica, su amplia y fina cultura poética y su libertad polémica ubican a Berardinelli en la mejor tradición de la ensayística italiana, desde Francesco De Sanctis y Benedetto Croce hasta Sergio Solmi y Pier Paolo Pasolini, pasando por Giacomo Debenedetti, quien fuera su profesor (en este caso habría que decir maestro) en la Universidad “La Sapienzia” de Roma.

En 1975, reveló la aparición de una nueva generación poética con la antología Il pubblico della poesia, compilada con Franco Cordelli. En su estudio preliminar, analizaba la evolución de la poesía italiana luego de la “literatura del rechazo” impulsada por la neovanguardia de los años ’60 y el “rechazo de la literatura” en nombre de la política y la revolución llevada adelante por el movimiento del ’68. Ya entonces, con asombrosa perspicacia, captaba los primeros signos de la nueva condición del poeta que surge —y no siempre logra distanciarse— de la sociedad de masas. Escribía, por ejemplo: “Entre el intelectual-escritor y el intelectual de masa parece tender a cero la separación por desnivel sociológico y cultural. Y una de las más visibles y embarazosas novedades en los últimos sucesos literarios italianos ya no está vinculada con la venerable figura de la antiobra, sino más bien, se diría, con la más contingente y modesta del antiautor. El fenómeno literario más interesante en acto me parece por eso definible como una tendencial disolución acelerada de la figura sociocultural e ideológica del autor”. Y asimismo: “hay que tomar conciencia de que la extensión del público de la poesía coincide aproximadamente con la de sus autores reales o virtuales. La provincia poética parece realizar así, en el vasto imperio de las actividades culturales, la utopía de una comunidad en la cual todos los lectores son también escritores, la interacción es continua y la igualdad está garantizada por el común idiotismo” [en el sentido lingüístico, valga la aclaración]. Como consecuencia de esto, “al autor de poesía le cuesta, hoy más que ayer, reconocerse y ser reconocido como tal. (...) El yo que en estos años produce textos poéticos no sólo ya no se asemeja más al de la gran tradición del siglo XX, sino probablemente tampoco al de los padres y hermanos mayores de los últimos veinte años”. Contra el fondo de esta novedosa circunstancia socio-literaria, Berardinelli trazaba entonces algunos rasgos del nuevo perfil de poeta, a manera de hipótesis, ya que, afirma, “sobre la nueva figura de autor que vemos emerger no sabemos mucho aún”. Por ejemplo, constata que “La Bildung [formación] del joven escritor se presenta cada vez más incierta, desestructurada, lacunosa”.

Si bien son numerosos los ensayos donde Berardinelli se ha ocupado de la condición de la poesía en el presente, hemos elegido traducir su sarcástico texto “La casa della poesia era piena di ospiti”, no sólo por su brevedad, sino también por su estilo genéricamente ambiguo, de un carácter incisivo, menos analítico que alegórico, próximo a la parábola o la leyenda. Sería tan absurdo disculpar su pesimismo, como disculpar la crueldad cómico-trágica de las parábolas kafkianas. Por otra parte, a veces nos resulta más estimulante, en su implacable verdad personal, la protesta siempre inoportuna del pesimista apocalíptico que la exaltación, a menudo demasiado oportuna, del ecléctico optimista. Ésta nos consuela y tranquiliza, aquélla nos provoca, nos inquieta y acucia.

Hay otra razón, por cierto, para traducir esta página más bien desesperanzadora. Quien lee con atención los principales suplementos culturales, las revistas de poesía, las antologías, la historia de la literatura que hoy se escribe en nuestro país, no puede dejar de sentir que tal pesimismo (no exento de filoso humor) se parece sospechosamente, como en las pesadillas, a un extremo realismo. Y que tal vez, en fin, como le dijo Kafka a su amigo Max Brod, “hay esperanza, infinita esperanza —pero no para nosotros”.


[1] “El poeta y el intelectual en la sociedad posmoderna”, Fénix, Nº 5, Ediciones del Copista, Córdoba, Abril de 1999, págs. 9-34, e “Izquierda y derecha en la literatura y otros temas de poesía, crítica y política”, Fénix, Nº 16-17, Octubre 2004-Abril 2005, págs. 9-34.



Alfonso Berardinelli

La casa de la poesía
estaba llena de huéspedes



A principios del siglo XXI comenzó una época (así cuentan las historias literarias) en la cual la poesía sufrió nuevas metamorfosis. Pocos se dieron cuenta. Pocos, en efecto, estaban atentos a ella y se interesaban por su destino. La poesía se había convertido, en el curso de unos pocos años, en un género literario desacreditado, en un arte sin público, en un sector editorial casi invisible. Era esta invisibilidad la que hacía que pareciera eterna, inmortal como los fantasmas.

Sólo los poetas, que se habían vuelto innumerables, frecuentaban la poesía. Sólo los poetas hablaban de ella, la nombraban continuamente, la escribían, trataban de publicarla. Existían antologías, catálogos, y hasta clasificaciones en las cuales cada poeta era valorado por el número de veces que su nombre y su fotografía aparecían en los diarios. Sin embargo, ni siquiera los profesores y los críticos literarios lograban entender qué era lo que estaba sucediendo en la antigua casa de la poesía. Ya no leían a los nuevos poetas, apenas si los conocían de nombre, pero no se sentían en falta por esto. Ignorar a los poetas contemporáneos, no comprar nunca un libro de poemas, se había vuelto normal incluso para las personas cultas y para los estudiosos de literatura.

Es verdad: la casa de la poesía estaba llena de huéspedes, repleta de autores. Se entraba, se salía, se formaban grupitos. Las puertas ahora estaban siempre abiertas, la fiesta continuaba. Cualquiera podía entrar sin invitación y sin títulos: pero una vez adentro, se descubría que no había nada de comer ni de beber, el buffet estaba vacío desde hacía tiempo, sólo quedaban migajas. Esa de allá, en el fondo, un poco a trasmano, se llamaba todavía la Casa de la Poesía, pero dónde pudiera estar la poesía, eso no era claro. Allí habían habitado (se decía) individuos famosos: pero en su mayoría ya no estaban, se habían mudado o habían cruzado la frontera de la vida. Se hablaba de ellos, se usaba su misma mesa, sus mismos sillones y divanes. Los lugares que habían quedado vacíos fueron ocupados por una multitud de recién llegados, los cuales protestaban y trataban de llamar la atención de los demás. Pero cada uno estaba concentrado en sí mismo, la atención era poca y poco sucedía.

Cada vez había más poetas, y todos estaban allí para demostrar que la Casa de la Poesía no estaba vacía, era su casa y la continuidad no se había interrumpido. Pero toda aquella gente, en aquella casa, no sabía cómo se usaban los cubiertos y los vasos, no sabía dónde encontrar la sal y el aceite, ignoraba dónde podía encontrarse exactamente el baño, el dormitorio, el living, el escritorio.

Todos los nuevos visitantes de la Casa de la Poesía estaban satisfechos por haber ingresado (las puertas estaban abiertas, los viejos propietarios habían desaparecido, y ni siquiera había quedado alguien en la portería, un crítico con saco y gorra para controlar la entrada). Pero si bien algunos de ellos, los más emprendedores, habían comenzado a comportarse como si fuesen los dueños de casa, persistía una cierta incomodidad. Todos estaban ahí, pero ninguno consideraba a alguno de los otros como un legítimo inquilino de esa casa. Todos, sonriendo y saludándose, se sentían unos ocupantes abusivos. Como los adivinos de la antigua Roma, todos estos poetas, huéspedes que nadie hospedaba, cuando se encontraban se ponían a reír. ¿Por la alegría de estar ahí? ¿O porque cada uno reconocía la propia impostura en la del otro?

Todos decían creer en la Poesía, porque ya la sola declaración de fe poética los hacía parecer poetas. Pero lo que sobre todo los mantenía unidos era el pacto de no traicionarse: ninguno jamás habría de negar al otro el título de poeta, para que nadie se lo negase a él. Lo que escribían ya no era leído. Tampoco había sido escrito para que fuera leído, sino para que se pudiera decir que había sido publicado. La poesía ausente era así una garantía para todos. Ninguno recordaba haberla visto nunca. Era un nombre. Era el Nombre de la Cosa, en ausencia de la cosa.


[De Alfonso Beradinelli, Cactus, L’ancora del mediterraneo, Roma, 2001]

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