lunes, 5 de julio de 2010

Memoria de Horacio Castillo
(Ensenada, 1934 – La Plata, 2010)




Esta mañana falleció en La Plata el gran poeta y el querido amigo Horacio Castillo. Me lo comunicó esta tarde Rafael Oteriño, en unas breves, desoladas líneas. Veo ahora en una noticia, junto a su nombre, las dos fechas entre paréntesis, y me parece mentira. La próxima semana pensaba visitarlo.

Ahora es de noche, me he servido un vaso de buen vino, he prendido una pipa y he puesto sobre la mesa sus libros, los libros que he leído tantas veces a lo largo de los años, muchos de cuyos poemas a menudo me he dicho a solas, de memoria. Hace unos instantes, justamente, me he repetido unos versos que parecen escritos para esta ocasión, una suerte de ensalmo o talismán para el momento de la muerte:

Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada
la oirán croar, croar toda la noche,
croar arriba y abajo, al este y al oeste,
hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos,
hasta que cese el espanto y empiece la eternidad.

Conocí a Castillo cuando yo tenía quince años, en un encuentro de poetas en mi ciudad natal. Recuerdo claramente aquel día, que tuvo una especial importancia en mi vida y en mi aprendizaje de la poesía. En una pausa de las numerosas lecturas de poemas, que a ambos nos resultaban un poco abrumadoras, me invitó a cenar en un restaurante que estaba al frente de la plaza central, y ahí nos quedamos comiendo y conversando durante casi dos horas. Él hablaba, en realidad, y yo sólo escuchaba, intercalando apenas cada tanto la memoria de algún pasaje leído, alguna vacilante idea, y preguntas sobre su poesía, que aquel adolescente ya frecuentaba con fervor desde hacía un tiempo. Para entonces, Castillo había publicado Descripción (1971), libro del cual tempranamente renegaba, y Materia acre (1974), y preparaba su tercer libro, Tuerto rey, que aparecería algunos años más tarde, en 1982. Luego de aquella cena, se inició una extraña amistad ―extraña por la disparidad de edades, sin contar la de talento― que se prolongó durante décadas, hasta hoy. En todo ese tiempo, he tenido la suerte de compartir muchas más horas de conversación con él, y de leer algunos de sus poemarios cuando todavía se encontraban inéditos, pero ya conclusos y, diría, perfectos, luego de largos años de lenta elaboración. También he tenido el raro privilegio de publicar sus últimos libros, desde Los gatos de la Acrópolis (1998), segundo título de la colección “Fénix”, hasta Mandala (2005), además de un volumen de traducciones de poemas de Takis Varvitsiotis. Quedó en proceso de edición un conjunto de versiones de otro poeta griego contemporáneo, Miltos Sajturis, que confío saldrá próximamente, a manera de póstumo homenaje a su traductor.

Hay en la obra poética de Castillo una notable paradoja: parece haber surgido de un puro don imaginativo, parece no aceptar en su espacio mágico, de resonancias míticas, sino lo que ha sido depurado de todo lastre autobiográfico, de toda circunstancialidad realista; y sin embargo, al leerla nos conmueve como si a cada instante nos trajera el recuerdo de la más concreta y honda experiencia de vida, del temor y el temblor del hombre ante el dolor, el mal individual y colectivo, la muerte, y también del estremecimiento humano ante la belleza, el amor, el conocimiento, el goce de estar vivos. Creo que la piedad por lo que hay de sufrimiento y de felicidad en el mundo es una de las raíces profundas de su escritura. Alguna vez me pareció advertir en su poema “Hice un hoyo” una especie de arte poética, una descripción precisa del proceso que cumple la materia existencial hasta quedar transfigurada en un gajo de purísima creación imaginativa:

Hice un hoyo en la tierra
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.

Yo no sé si la poesía ayuda para afrontar la propia muerte. Probablemente sí, pero no estoy seguro. Sé, sin embargo, que los versos de los poetas admirados y queridos nos dan consuelo para aceptar su desaparición: en ellos seguirán viviendo, seguirán acompañándonos en el silencio y la soledad de la conciencia hasta que llegue la hora de partir también. En los versos de Horacio Castillo se cumple lo que deseó como inscripción para una lápida anónima: la palabra ―como una especia, como una hierba aromática― que mientras su perfume se disipa recuerda al que la lee la existencia de la que se ha nutrido, la fruición de la vida triunfando sobre la extinción:

Ni la rosa perfecta ni el laurel público:
nardo y albahaca, anís, lavanda, nuez moscada,
y que el aire del alba esparciendo su aroma
avise al peregrino: Éste vivió.


Alta Gracia - Córdoba, 5 de julio de 2010.

2 comentarios:

  1. mirtha lucía makianich9 de julio de 2010, 16:45

    Me enteré anoche y estoy impactada.

    He sentido croar a la rana y sólo deseo que pronto ya no la escuche. Sabré así que el descanso ha llegado y ninguna duda que la eternidad estará allí. El tallo brotará y nos
    dirá de ésa, su vida.

    Feliz de haberlo conocido, de haberlo escuchado, de haberlo leído. Te abrazo Pablo.

    Mirtha

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  2. triste la noticia de horacio castillo...y los poetas se van de si, pero nos queda el peso de sus horas, el relámpago de sus muertes.

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