martes, 22 de septiembre de 2015

De la impudicia de las emociones




Un amigo me transcribe unas palabras que la Salomé de la novela Seis noches en la Acrópolis de Yorgos Seferis le dice a Estratis, el “alter ego” del poeta. Dice Salomé, memorablemente: “me parece más impúdico desnudar mis emociones que mi cuerpo.” No sé qué le habrá respondido en la novela Estratis, pero me he quedado pensando en qué le respondería yo. No es casual, me parece, que quien diga esa frase sea Salomé: en mi experiencia, quien no duda de la belleza de su cuerpo, y por lo tanto lo puede mostrar sin pudor, incluso con orgullo, no siempre tiene la misma seguridad sobre sus emociones.
Ahora bien, el problema que plantea Salomé es de ardua resolución, y una problemática importante y preocupante para quien dedica su vida a cultivar y expresar sus emociones. Un aspecto de esta cuestión es: ¿a quién le importan nuestras emociones? Sólo a nosotros mismos, cabe responder, ya que cada cual tiene las suyas. ¿Para qué expresarlas, entonces? Bueno, evidentemente, porque al expresarlas, al convertirlas en palabras, las conocemos; más aún, pareciera que sólo así toman realidad, una realidad más compleja a veces y más honda de lo que creíamos, ya que el poder asociativo del lenguaje revela dimensiones que ignorábamos, o que no sabíamos saber. Gracias a esto, en la medida en que esa realidad exceda el caso puramente personal, privado, pueden tomar importancia también para otros, en la eventualidad de que reconozcan, con suerte, sus propias emociones en ellas.
Otra dimensión del problema es el siguiente: ¿Hay un límite para esa expresión? ¿Podemos, debemos expresarlo todo? Por ejemplo: si al expresar una emoción sé que produciré dolor en alguien cercano y querido, ¿está bien de todos modos hacerlo? Algunos ejemplos. Alguien está en pareja y se enamora de otra mujer; le escribe poemas; luego, el enamoramiento pasa, y quedan los poemas, que son quizás los mejores que ha escrito, y perdura el amor a la primera mujer: ¿no es una canallada publicarlos, si sabe que le dolerán a su pareja? O bien: alguien piensa en su muerte, y piensa incluso en las bondades de procurársela por mano propia; escribe un poema sobre esas meditaciones fúnebres: ¿hará bien en publicarlas, si no cumple su propósito, o hará bien en no quemarlas antes de cumplirlo, sabiendo que de un modo o del otro traerá dolor a sus hijos, a sus padres, a sus amigos? Por último: si un narrador escribe una novela en que representa a sus seres queridos, no siempre bajo una luz favorable: ¿tiene derecho de publicarla, si sus seres queridos se reconocerán fácilmente en tales personajes ficticios, y no lo harán con gusto?
Hay algo impúdico, en efecto, en desnudar las emociones. Pero si no se desnudan las emociones, ¿de qué habla la poesía, la literatura en general? ¿Qué clase de confidencia es la que ofrece la poesía? Es cierto que arte y confesión no son lo mismo, y si la confesión no logra transfigurarse en un objeto estético, dotado por lo tanto de una cierta impersonalidad, no valdrá demasiado como pieza artística, y tal vez tampoco como confidencia, porque una confidencia artística fallida pareciera mostrar asimismo una falla “metafísica”, por así decir, en el secreto que confía. Pero un arte sin confesión, especialmente en la lírica, me parece, no nos conmueve al fin: podemos admirarlo, pero no sentimos la conmoción que nos produce comulgar con esa especie de hostia ―hay algo sagrado en toda intimidad profunda― que es el alma y el cuerpo verbal del poeta.
Ungaretti, luego de la muerte de su hijito Antonietto, escribe una serie de estrofas en las que recoge la tragedia de esa muerte, publicada en Il Dolore. No incluye, sin embargo, un poema, “Monologhetto”, en el que la emoción le parece excesivamente en carne viva. Lo hace, sin embargo, en un libro posterior, con una nota donde dice, aproximadamente (cito de memoria, porque no encuentro el libro): “Era aún egoísmo [el no publicarlas]. No se puede reservar nada de la experiencia humana, sin presunción.” Me he preguntado muchas veces qué quería decir Ungaretti con ese “sin presunción”. La única respuesta que he encontrado es aquella antigua frase de Terencio: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto.” La presunción, me parece, podría consistir en considerarse al margen de esa humilde materia humana común.


P. S.: Escritas las divagaciones anteriores, mi amigo me ha hecho llegar el resto del diálogo entre Salomé y Estratis: “«El arte [de la poesía] es difícil ―dijo impasible Estratis― y muchos fracasan. Sin embargo, no encuentro otro modo de expresar mis emociones». El desprecio había reducido la boca de la dama a la mínima expresión: «¿Y a quién le preocupan sus insignificantes emociones? Poesía auténtica sólo puede hacerla el profeta que da al mundo una nueva fe». «Tengo la impresión de que es otra cosa ―respondió Estratis―. No obstante, creo que si alguien consigue expresar verdaderamente las emociones que le causa el mundo, ayuda a los demás a no perder la fe que seguramente llevan dentro». «Pero, ¿qué clase de emoción? ¿Cualquiera?» «Me parece que sí, que cualquiera».” 


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