lunes, 1 de enero de 2018


Escolio al poema “Filosofía”
de Rubén Darío





 Filosofía

Saluda al sol, araña, no seas rencorosa.
Da tus gracias a Dios, ¡oh, sapo!, pues que eres.
El peludo cangrejo tiene espinas de rosa
y los moluscos reminiscencias de mujeres.
Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas;
dejad la responsabilidad a las Normas,
que a su vez la enviarán al Todopoderoso…
(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso.)

Rubén Darío

[De “Cantos de vida y esperanza”, 1905]


Esta mañana desperté recordando los versos del poema “Filosofía” de Rubén Darío, un poema que llevo en la memoria desde la adolescencia, y que a menudo me he repetido, casi como una plegaria, un talismán sonoro. Más que una “filosofía”, en efecto, esos versos ―modernísimos― de Darío cifran algo semejante a una enigmática plegaria religiosa.
Aunque no están divididos en estrofas, forman dos cuartetos de alejandrinos, el primero con rima consonante alternada y el segundo con dísticos, también con rima consonante. Los alejandrinos, lejos de la monotonía de los hemistiquios tradicionales de ese tipo de verso de origen francés, tienen una modulación rítmica flexible y variable, por los finales del primer hemistiquio en palabra aguda e incluso, en dos versos, con la cesura que cae a la mitad de una palabra (“remi/niscencias”, “responsa/bilidad”), con esa naturalidad y ese virtuosismo musical tan propios del poeta.
Pero no fue por el prodigio estilístico que los versos volvieron a mí al despertar, aunque ese prodigio no sea ajeno al encanto con que cada vez llegan a mi memoria y a mis labios. Hay en ellos una sabiduría y una fuerza de vida, espiritual y sensual, a la vez poderosas y sencillas, desde el suave imperativo del primer verso: “Saluda al sol, araña, no seas rencorosa…” Los seres mencionados en el cuarteto inicial ―la araña, el sapo, el cangrejo, los moluscos― parecen un epítome de lo feo y lo desagradable para el hombre; y, sin embargo, a la araña nocturna, siempre oculta en escondrijos, le dice que salude al sol; al sapo, para muchos un animal repulsivo ―a mí, en cambio, me produce una entrañable ternura―, que agradezca el hecho de existir; en el “peludo cangrejo”, con metáfora pura y ascendente, descubre la bondad masculina de sus “espinas de rosa”; en los moluscos, la íntima belleza del sexo femenino.
El verso clave del poema se encuentra en su centro: “Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas”. Para entenderlo plenamente quizás ayude recordar otros versos de Darío, escritos varios años antes en un café de Buenos Aires, que forman parte del “Coloquio de los centauros”, publicado en “Prosas profanas” (1896). Dice allí Quirón, el centauro sabio: “Ni es la torcaz benigna, ni es el cuervo protervo: / son formas del Enigma la paloma y el cuervo”; a lo que responde Astilo: “El Enigma es el soplo que hace cantar la lira”; y agrega Neso, el centauro que intentó raptar a la hermosa Deyanira (en griego antiguo, “la que vence a los héroes”), hija de Dionisos y tercera esposa de Heracles, intento que le trajo la muerte, con una flecha envenenada que le arrojó Heracles: “¡El Enigma es el rostro fatal de Deyanira!  / Mi espalda aún guarda el dulce perfume de la bella;  / aún mis pupilas llaman su claridad de estrella. / ¡Oh aroma de su sexo! ¡Oh rosas y alabastros! / ¡Oh envidia de las flores y celos de los astros!”
El enigma, pues, para Darío (otra forma que asume es “el cuello del gran cisne blanco que me interroga”), podría pensarse, es un poder, una voluntad universal que está más allá del bien y del mal ―parecieran resonar aquí las intuiciones de Schopenhauer y de Nietzsche―, un misterio que está en el origen de la poesía (ese “soplo” que hace vibrar las cuerdas vocales de la lira) y que se manifiesta, por ejemplo, en la belleza que atrae, como el rostro y el cuerpo de Deyanira, de una manera fatal, con la fuerza de un magnetismo ancestral, primigenio.
Como trasfondo de la afirmación de Darío ―“Sabed ser lo que sois: enigmas, siendo formas”―, quizás pueda advertirse asimismo esa antigua concepción del universo como un texto infinito, en el que las cosas y los seres son los signos, que reaparece a mediados del siglo XIX en un soneto paradigmático de Baudelaire, “Correspondencias”, que puede verse como la anticipada definición del arte poética simbolista: “La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de confuses paroles; / L'homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l'observent avec des regards familiers. // Comme de longs échos qui de loin se confondent / Dans une ténébreuse et profonde unité, / Vaste comme la nuit et comme la clarté, / Les parfums, les couleurs et les sons se répondent. // II est des parfums frais comme des chairs d'enfants, / Doux comme les hautbois, verts comme les prairies, / ― Et d'autres, corrompus, riches et triomphants, // Ayant l'expansion des choses infinies, / Comme l'ambre, le musc, le benjoin et l'encens, / Qui chantent les transports de l'esprit et des sens.” (En versión de Raúl Gustavo Aguirre: “La Creación es un templo donde vivos pilares / Dejan surgir a veces unas voces oscuras; / Allí los hombres pasan a través de espesuras / De símbolos que observan con ojos familiares. // Como confusos ecos que a lo lejos se ahogan / En una tenebrosa y profunda unidad, / Vasta como la noche, como la claridad, / Perfumes y colores y sonidos dialogan. // Y así hay perfumes frescos como recién nacidos, / Verdes como los prados, dulces como el oboe, / Y hay otros triunfadores, densos y corrompidos, // Todos de una expansión infinita movidos, / Como el almizcle, el ámbar, el incienso, el aloe, / Que cantan los transportes del alma y los sentidos.”).
La visión es semejante: la Naturaleza como un bosque de símbolos, un bosque sagrado ―un “templo”― a través del cual el hombre vaga como un extraño, un extraño que, sin embargo, ha pertenecido a ella ―de allí que sus creaturas lo observen “con miradas familiares”―; desde su fondo “tenebroso y profundo”, que recuerda al “tó ápeiron” de Anaximandro, un fondo en el que los contrarios se funden ―y aquí retorna la percepción de Heráclito―, surgen las sensaciones, entre las cuales se establecen extrañas relaciones de correspondencia, relaciones que son aquéllas que capta el poeta por medio de la metáfora, de la analogía.
La interpretación de esos signos (Mallarmé había dicho que el deber del poeta es “la interpretación órfica de la Tierra”), pareciera sugerir Darío, es más importante para la existencia, para la comprensión del universo, que la red “humana, demasiado humana” de responsabilidades, es decir, la duda moral, que para un espíritu moderno, hamletiano, puede ser un martirio que ahogue el entusiasmo y la alegría de ser en el mundo, y recomienda delegar tal responsabilidad a las Normas, sean entendidas éstas como las antiguas Moiras griegas (o las Nornas escandinavas), diosas del destino, o como la trama de preceptos éticos que la sociedad ha tejido para su supervivencia, o bien ―tal es la interpretación que me sugiere mi padre― como las leyes naturales que rigen el universo, las cuales, sean cuales fueren, a su vez remitirán a la voluntad divina.  
La conclusión del poema, entre paréntesis ―“(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso)”―, tiene ese tono, tan inesperado como genial, de la inspiración dariana, con algo de fábula poética y algo de circo goliárdico, en el que la vida pareciera celebrarse a sí misma, cada cual según lo que le ha tocado en suerte, el grillo lírico haciendo lo que sabe hacer, música, y el oso también lo suyo, bailando como puede bailar un oso.



[Villa Dolores, 01-I-18]

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